Calibán

Parecía que acababa de cerrar los ojos para dormir cuando Jane empezó a sacudirme con un gesto exento de cualquier tipo de tacto o cariño, con la intención de despertarme con rapidez. Habían pasado unas pocas horas, pues cuando al fin decimos acostarnos ya amanecía, pero debíamos ponernos en marcha. Los chicos, mientras, se encontraban ultimando el plan en casa de Ethan.
Mientras ayudaba a Jane a preparar la maleta me di cuenta de que me dolía absolutamente todo el cuerpo; la molestia que sentía el día anterior se había acrecentado tras el descanso, al igual que los cardenales. Apenas fui capaz de tragar nada de comida para desayunar, y Jane, aprovechando mi presteza, preparó el coche de forma en la que tan sólo una hora después de aquel brusco e ingrato despertar, ya estábamos listas para partir.

Dispuesta a llegar lo antes posible a nuestro destino, donde debía quedarme cuidando de Jason, Jane pisaba a fondo el acelerador en cada recta, e imprudentemente se saltó un par de semáforos en rojo -aunque ella insistía en que estaban en ámbar-, ignorando por completo los gritos indignados de los transeúntes a los que esquivaba por pocos centímetros. Hicimos todo el viaje en silencio, sólo roto por los jadeos entusiasmados de los perros en el asiento de atrás y los pitidos indignados de los coches a los que adelantaba. El transportín con la gata de Hoydt reposaba sobre mis rodillas, y de cuando en cuando emitía algún maullido asustado.
En un tiempo récord llegamos a la entrada del hospital, un lugar que, al parecer, padecía colitis de personas, por la enorme cantidad de gente entrando y saliendo continuamente.
-Ten cuidado –le advertí, mientras dejaba a la gata sobre el asiento del copiloto y me bajaba del coche. Jane asintió, golpeteando el volante con las manos, impaciente.

Jamás la había visto tan deseosa de llegar a casa de su madre, con la que por lo general mantenía una estrecha relación de amor-odio totalmente recíproca. Cerré la puerta con un golpe seco, y esperé en la acera a que arrancara, pero antes de hacerlo, Jane me dedicó una mirada de advertencia. Asentí con un gesto cansino. Mensaje captado: “no hagas el idiota”. La observé mientras se alejaba, admirando la tenacidad y el valor que demostraba al tomar las riendas de su propia vida. Ella sabía perfectamente que su vida y la de su hijo corrían peligro, así que se embarcaba en una aventura en solitario, recorriendo cerca de cuatro horas en coche para ponerse a salvo.
¿Y qué hacía yo?

Me volví hacia la puerta del hospital.
Mis pasos rápidos y ligeros me permitieron deslizarme por la entrada de urgencias, donde un montón de gente salía y entraba frenéticamente. Fuera, la sirena de las ambulancias apagaba los gritos agitados del personal sanitario, y los de los heridos. Los médicos de urgencias se precipitaban corriendo por los pasillos, acompañados con enfermeros con los brazos cargados de vendas, y camilleros que manejaban las camillas con precisión.
-¿Qué ha pasado? –Me preguntó una señora, al verme pasar.
-No lo sé –respondí, mirando, desconcertada, a mi alrededor- ¿Algún tipo de accidente?

Esquivé una camilla con cuatro médicos a su alrededor, que se desplazaba con suma presteza por el pasillo.
-Varón blanco, veintitrés años. Múltiples heridas de quemaduras, parece haber sido alcanzado por un rayo… -exclamó uno de los médicos antes de desaparecer por una puerta al final del pasillo.

¿Alcanzado por un rayo… a principios de julio, en un día soleado? Se me volvió a tensar el nudo del estómago. Joder, enfrentarse en un cuerpo a cuerpo con Dientes de Sable o Bullseye era una cosa, pero si Electro estaba por ahí, y empezaba a freír a la gente...
Me mordí el labio inferior. Alguien debía avisar a los chicos de que había un nuevo villano con el que no contábamos. Alguien con superpoderes de verdad. Podrían acabar electrocutados. Me volví hacia la puerta por donde hacía escasos segundos que había entrado. Debía ir a avisarles.
No, me dije, sólo estás buscando una excusa para meterte en el jaleo. 
No es verdad, yo no quiero ir, como mucho buscaría una excusa para no ir. 
¿Y prohibirme a mí misma acudir a ayudarles sólo por pensar que es una excusa para ir, no es una excusa para no ir? Joder, cuando pienso no me entiendo ni yo. Agité la cabeza, mareada. He dormido demasiado poco como para tener tamaña cantidad de pensamientos.

A tomar por culo.

Clavada en el suelo, no tardé más de dos minutos en tomar una firme resolución, aunque lo hiciera con las piernas temblorosas. Lo siento, Jason, tu visita tendrá que esperar. Salí rápidamente de la clínica, confiando en que Jane ya estuviera bien lejos, y llamé a un taxi. Primera parada: la residencia de estudiantes. Debía cambiar el incómodo vestido de Jane por ropa más adecuada. Me estremecí al recordar a Dientes de Sable, pero algo en mi interior me decía que ya no estaría allí. No era su estilo. No, habría ido a por Mark.

Si la frenética carrera con Jane me había parecido alocada, la forma de conducir del taxista terminó por destrozarme los nervios. Y pensaba que la noche anterior había estado cerca de morir... sería completamente irónico matarme ahora en un accidente de tráfico, pensaba. El taxi corrió por entre las calles, mientras el propio taxista, girándose completamente hacia mí y prestando una mínima atención a lo que tenía delante del coche, comentaba lo enloquecida que parecía la gente las últimas semanas. No le respondí, tratando de contener la bilis dentro de mi estómago. Llegamos en poco menos de veinte minutos, y pagué al conductor con un billete arrugado y sudado antes de salir disparada de su máquina de la muerte. Hubiese tardado más en huir si el asiento hubiese salido propulsado por el techo.

En dos rápidas zancadas, tratando de ignorar mi entorno, de ignorar la marca de sangre que había dejado el villano al caer en el suelo, de los setos desde donde me había atacado, llegué a la puerta de la residencia. Dentro seguía sintiéndome completamente desprotegida, y paranoica imaginaba a Dientes de Sable apareciendo tras cada esquina, así que me cambié lo más rápidamente que pude. De forma milagrosa, en menos de diez minutos estuve lista para salir. Había sustituido el virginal vestidito que me había prestado Jane el día anterior por unos pantalones cortos negros, mi camiseta de Punisher, -es decir, la única camiseta negra que tenía limpia, y el negro es indispensable para una infiltración, aunque fuera a plena luz del día- y unas botas de piel. Tras coger mi bici y comenzar a pedalear, me arrepentí repentinamente de la camiseta, (¿y si me encontraba con alguno de los archienemigos de Punisher?) pero la residencia de estudiantes ya había desaparecido a lo lejos, y yo no dejaba de pedalear. Siguiente parada: el geriátrico.

Consulté el reloj de una farmacia que sobresalía de la fachada de un edificio, a lo lejos. Aún era pronto, al menos para el plan que sabía que habían formulado los chicos. Esquivé a un par de transeúntes que se movían sin rumbo por la calzada, y de pronto un movimiento agitado activó todas mis alarmas. Un grupo de gente se aproximaba corriendo hacia mi dirección, mirando aterrorizados por encima del hombro, y gritando. Huían como las gacelas del National Geographic huían de los depredadores, de forma ordenadamente enloquecida. A lo lejos, ensordecidas por el sonido de las sirenas de policía y las ambulancias, explosiones. Derrapé con la bici hasta detenerla en seco, y apoyando un pie en el suelo, traté de divisar al causante de las explosiones. No eran muy fuertes, no eran grandes bombas. Serían algo así como granadas.

Y por el cielo, algo. Volando. Volando, riendo, y lanzando granadas. Granadas con forma de calabaza, adiviné. Joder, joder. La residencia de ancianos estaba en su dirección. Apreté el manillar de la bici con los dedos hasta que los nudillos se me pusieron blancos. Miré a mi espalda, mientras los coches de policía recorrían las calles, y otros se detenían para evacuar la zona. Alguien me empujó al correr, y tuve que girar la bici para que los que huían no tropezaran con los radios de las ruedas. Aún estaba a tiempo para volver y refugiarme en el hospital. Pero si quería seguir, debía hacerlo antes de que cortaran todas las calles que rodeaban la guarida de los malos. Me mordí el labio inferior mientras ponía los pies sobre los pedales.

Podía llegar dando un rodeo, podría hacerlo. Uniendo las cejas en un ceño fruncido de absoluta concentración, me interné entre las calles, sin perder de vista al personaje que se movía por el cielo de un lado a otro, lanzando a placer algunas granadas, cuyas explosiones retumbaban en mis oídos. Con los dientes apretados, me mantuve siempre a tres calles de distancia de él, rezando para que no cambiara de rumbo repentinamente y la metralla de sus granadas me alcanzara mortalmente. Afortunadamente, no varió su recorrido y continuó hacia adelante, así que poco a poco pude dejar atrás su risa diabólica. Cuando las explosiones se convirtieron en un sonido apagado en la distancia, descargué toda la respiración contenida en mi pecho. Tenía flato, pero no me permití detenerme. Apretando los dientes, dejé atrás las últimas fincas del pueblo hasta que las casas de la periferia comenzaron a emerger ante mis ojos.

Aquella respiración que acababa de liberar se me cortó en el pecho cuando descubrí que todas las encantadoras casas que hasta el momento habían conformado una apacible periferia de chalés y unifamiliares, se habían convertido en un montón de ceniza humeante, ruinas y escombros. Detuve la bicicleta en seco, derrapando por entre los cascotes derrumbados en mitad de la calzada. Si habían atacado las casas cercanas al geriátrico, es que ya se movían a placer por aquel barrio. Sopesé las dos opciones que tenía: podía continuar a pie, lo cual era muy útil para ocultarme, o podía seguir pedaleando, que no era tan discreto pero sí increíblemente eficaz en una huida desesperada. No. Apoyé la bicicleta en un muro y continué caminando, tratando de recuperar el aliento perdido durante el viaje.

Caminaba escondida entre los setos que decoraban los jardines de las casas, algunos chamuscados y otros muchos arrancados de raíz  y abandonados por el suelo. No se veía un alma, pero aquello casi me aterrorizaba más que la idea de ver una procesión de supervillanos dirigirse hacia el pueblo. Dios, ¿quién sería el próximo sobre el que tendría noticia? ¿Apocalipsis? ¿Lizard? Me estremecí, con el corazón latiéndome en los oídos. Cállate, no me dejas escuchar nada.

Me detuve cuando escuché el sonido familiar de un motor diésel y unas ruedas resonando por la calzada. Me oculté tras un muro derruido, con el corazón, ahora sí, a mil por hora. ¿Cuántos latidos por segundo sería capaz de alcanzar antes de morir de un infarto? ¿Puede infartarse una mujer tan joven? En la última revisión el colesterol me salió peligrosamente alto. ¿Voy a morir por haber comido pizza todas las noches durante los últimos tres años? Joder. Contuve el aliento cuando escuché que el coche se detenía en la acera de enfrente, unos metros por detrás de donde me encontraba yo. Las puertas se abrieron y escuché varios pasos.
-¿Qué cojones ha pasado aquí? –Preguntó la familiar voz de Ethan. Cerré los ojos, aliviada. No podía creer que tuviera la suerte de que fueran mis amigos. Afortunadamente para mí, por algún motivo habían adelantado la hora de la misión.
-¿Deberíamos seguir a pie? –Hoydt parecía preocupado. Casi estuve a punto de rogarles que me llevaran con ellos.
-No, continuemos con el coche. Iremos más rápido y tendremos posibilidades de huir –atajó Mark. Bien, aquello demostraba lo increíblemente patética que era como estratega. La idea de mostrarme ante ellos y pedirles que me llevaran se hacía cada vez más atractiva.

Sin embargo, cuando estaba a punto de salir de mi escondite, un grito me alertó.
-¡No! –Gritó Calibán.

Aterrorizada, me asomé por la superficie del muro. Al principio no pude ver qué diablos estaba ocurriendo, pues todo pasaba justo en el lado contrario del coche, ocultando la escena con su carrocería de monovolumen. Todos los hombres habían rodeado el vehículo hasta llegar hasta Calibán, quien al parecer había caído al suelo.
-¡Mierda! ¡Joder! –Escuché gritar a Mark.
-¿¡Qué cojones es eso!? –Exclamó Ethan.
-¡No dejéis que le toque! –Gritó Hoydt, a su vez.

Sentí el familiar sabor amargo de la bilis en la boca. Joder, joder, ¿qué estaba pasando? No sabía si debía ir a ayudar. El miedo me paralizó las piernas. Y aun más cuando vi la cabeza de Calibán emergiendo al otro lado del coche, seguida de todo su cuerpo. Corrió unos metros hasta caer de nuevo, mientras los demás le seguían. Gritaba. Gritaba mientras una masa negra, como petróleo, le trepaba por las piernas. La cintura, el pecho. Los brazos.

Mark enterró las manos en ella, pero Calibán le apartó de una patada nerviosa, incontrolada. Completamente inmóvil e incapaz de hacer nada más, me llevé las manos a la boca.
-¡No! –Gritó Hoydt, tratando de acercarse, pese a los puñetazos frenéticos del chico en el suelo.
-¡Que alguien toque el puto claxon! –Ordenó Mark al aire. ¿Qué estás diciendo? 
-¡Joder! –Gritó Calibán, mientras la masa negra le trepaba por el cuello. Por la cara. Vi perfectamente cómo se le metía en la boca, ahogándole un grito en la garganta. Su cabello desapareció bajo la masa, y entonces su cuerpo, que hasta el momento se había agitado como sacudido por descargas eléctricas, se quedó completamente paralizado, tendido boca abajo en el suelo.

Ethan se agachó junto a él, extendiendo las manos, pero sin atreverse a tocarlo. Tragué saliva lentamente, tratando de devolver a su sitio el contenido de mi estómago, que pugnaba por salir.

Como embutido en un traje de látex negro, Calibán, tendido sobre el suelo, comenzó a moverse. Poco a poco, el color que lo envolvía comenzó a desaparecer, como si estuviera siendo absorbido por su piel. El espeso envoltorio de su cuerpo dejaba paso a su ropa normal, su piel. Su cara asustada, su cabello revuelto. En pocos segundos, aquello que lo había envuelto desapareció, como si nunca hubiese existido. Tras unos segundos de silencio, Calibán, tembloroso, se incorporó del suelo y caminando como Bambi después de nacer, se puso en pie.
-¿Qué coño ha pasado? –Preguntó, con voz débil.
-Un simbionte –respondió Mark. Concentrados como habíamos estado, mirando a Calibán, nadie se dio cuenta de que el militar estaba empuñando una pistola y apuntaba hacia su amigo hasta que habló. Le estaba encañonando a poco más de un metro de distancia, observándole de la forma más fría que había visto en un ser humano. Las manos que me tapaban la boca temblaban frenéticamente. Sentía los dedos fríos y entumecidos.
-¡Mark! –Hoydt le cogió del brazo- ¡Espera!

Ethan, por su parte, se dejó caer sobre el suelo. Estaba pálido, y no apartaba la vista de Calibán, que ahora miraba desconcertado hacia Mark.
-¿Era… Venom?
-No lo sé. Lo más probable es que sí –respondió Mark, sin dejar de apuntarle.
-Es real… -murmuró Ethan.
-Calibán –dijo Hoydt. Éste le miró- ¿estás bien?
-Sí. O sea… sí. Me siento bien –respondió el chico, observándose las manos.
-Hay que sacárselo –repuso Mark.
-No hay tiempo –negó Hoydt- tenemos un lapso de tiempo considerable hasta que Venom empiece a influenciar la mente de Calibán. Cuando consigamos lo que nos proponemos, iremos al campanario y le sacaremos de su cuerpo.

El militar, sin embargo, no parecía del todo convencido. Nos sorprendió la voz entrecortada de Ethan, que hablaba como si estuviera en una especie de trance.
-Podemos utilizarlo en nuestro favor –miraba hacia la nada, todavía aturdido por lo que acababa de pasar- los poderes de Venom. Al principio todos los huéspedes lo controlan.

Hoydt asintió.
-Cuando empiece a ponerse rebelde, se lo sacaremos.

Mark, por su parte, no soltaba la pistola, ni dejaba de apuntar a su amigo. Contuve la respiración. Todos le miraron, tensos. Finalmente, bajó el arma.
-Calibán –dijo Mark, al fin- si te veo hacer algún movimiento en falso, te dispararé. ¿Entiendes?

El chico asintió, aún estupefacto. No dejaba de mirarse las manos, los brazos. Se tocaba el pecho y el estómago, la cabeza.
-¿Seguro que estás bien? –Insistió Hoydt.

Calibán abrió y cerró los dedos varias veces, tragando saliva. Luego, miró a Hoydt y asintió.
-Me siento genial.